viernes, 26 de junio de 2009

La tentación al fracaso


Hablar de Julio Ramón Ribeyro, es hablar de los “gallinazos sin plumas” de “Ludo Totem” de ser el outsider de todo aquel grito de escritores latinoamericanos, al cual nunca le interesó sumar su voz. Decir que conocí a Ribeyro por una mala lectura efectuada en el colegio, sería mentir, pues lo conocí gracias a Pepo, quien pregonaba un amor indomable y hasta cierto punto enfermizo por el flaco (Algunas vez efectuó una impresión con la foto del flaco con una nubecilla que salía de su cabeza, en donde finalmente aparecía una foto de él), y quien amablemente se sumó a los 4 amigos que se dedicaron a sustentar mis lecturas en aquel primer año de universidad. Claro que yo siempre he devuelto los libros a diferencia de él, pero el asunto es que de pronto me vi leyendo toda la obra del flaco (sin que ninguno sea mío) comenzando a sentir lo que muchos dicen sentir cuando lo terminan de leer, que es comenzar a sospechar que somos personajes suyos.
Y tal vez sea por eso que llegar a terminar todos sus diarios me ha dejado un sabor dulce en el corazón. Pues esos diarios contienen desde sus cuitas literarias hasta las amorosas, inclusive chismes y algunas rencillas que no dejan de alegrarnos la lectura. Sin embargo comenzar a detallar el diario o prestarse a realizar un ensayo sobre cuestiones teóricas de la autobiografía, sería absurdo, para eso está el buen Coaguilla o algún otro Riberiano que esté dispuesto a embarcarse en dicha empresa, lo mío está más vinculado al goce que aun hoy perdura, y que sin lugar a dudas tardará algún tiempo en sosegarse. Sobre todo ahora que he vuelto a releer gran parte de sus cuentos, con una visión mucho más madura, y hasta cierto punto crítica, pero también es cierto que dichas relecturas renuevan esas viejas ganas de hacer las cosas que nadie entiende, y que nos siguen pareciendo absurdas. Deseando poder embriagarse un viernes por la tarde, o desaparecer los sábados en las penumbras de los cines, mientras se fuma un camel que nos destroza los pulmones y nos dejan con las ganas de gritar los nombres que van desapareciendo de nuestras vidas; o simplemente levantar la copa, y realizar un salud «por los huesos del flaco» como bien podría sentenciar una tarde de alcohol y decepciones, el único Riberiano necrofílico con derecho a serlo: Pepo.

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